Ríe y llora el teclado en el concierto de Brenda Hopkins

Gabriela Saker Jiménez para NotiCel2015-05-22 11.43.32, May 24, 2015

Brenda Hopkins Miranda ríe mientras toca. Ríe mucho, dice, y las blancas y negras de su piano de cola parece que vuelan con ritmos ágiles. Pero a veces deja de sonreír y se conecta desde otro lado. Semblante sobrio, ojos cerrados, quiebre ante una nota profunda del piano junto al violonchelo. Se pierde en la música y sus infinitas posibilidades. Así es su obra: un vuelo de alegría y dolor desde infinitas posibilidades. Como la vida.

La pianista y compositora presentó el pasado jueves su quinta producción discográfica “Aeropiano” ante la sala llena del Teatro Raúl Juliá del Museo de Arte de Puerto Rico. En una mística que nació desde la entrada al templo artístico, Hopkins Miranda tomó al público a bordo de un viaje musical hacia diversos lugares externos e internos.

“Esto para nosotros también es una aventura. A veces no sabemos a dónde la música nos va a llevar. Hay mucho de improvisación”, soltó la pianista luego de empezar la travesía.

Con ese sentido de espontaniedad musical, de diálogo vital, la pianista y sus colegas en escena tocaron las canciones, en el mismo orden que aparecen en el disco, para hilar una historia de vida propia, de Hopkins Miranda, de la gente.

“La música es mi forma favorita de abrazar. Cuando cierro los ojos, me imagino que los abrazo”, dijo y provocó un sonido a ternura en el público. Eso, antes de tocar el tercer peldaño de su disco, “El puente de los abrazos”, un lugar ficticio creado por la artista que conecta con un público al que trata como un buen grupo de amigos de antaño.

Con un toque a España en el acompañamiento de voz de Ana del Rocío, y el repique de tacones junto al manto rojo de flecos al aire de la bailarina Jean d’Arc, Hopkins Miranda dedicó su quinta parada “Alma libre” a sus estudiantes. La profesora de la Universidad Interamericana contó que, más que copiar las identidades de músicos pasados, invita siempre a sus alumnos, que ve como colegas, a “descubrir su alma” y las notas saldrán a consecuencia.

Luego, retomó la tradición de visitar a la abuela todos los fines de semana y encontrarse con 14 primos en una vieja finca de Corozal cuando no había autopista y había un camino largo de curvas, para interpretar “Corozaleando”. En esta, la tabla, el violonchelo, la batería, el bajo, el piano y la guitarra eléctrica, parecían hablar, como si se tratara de un almuerzo familiar en que cada instrumento contaba su historia.

Los metales se encendieron en el sexto tema “Westland Avenue” en que Héctor Matos en la batería y Luis Edgardo “Egui” Sierra en el bajo, acompañaron a Hopkins Miranda en su recorrido por la avenida en la que vivió mientras estudiaba en Boston.

Luego del intermedio, cedió el turno a Ana del Rocío para que cantara con voz potente en dejo flamenco, y acompañada por el piano y las partituras, el bolero de desamor “Inolvidable”. Puerto Rico es una isla de arte y la música es el producto nacional, dijo Hopkins Miranda, quien compartió la necesidad de darle un espacio a nuevos talentos, despertando así nuevamente los aplausos del público.

La nota de profundo dolor, como auguraba su disco, llegó con la trilogía de “Ángela”, “Búscame en el viento” y “Vincent”, tres canciones dedicadas a la pérdida. Con poesía grabada de María de los Ángeles Argote Molina y la danza flamenca de Jean d’Arc, Hopkins Miranda dedicó el momento a su amiga española, esa poeta de la grabación que murió recientemente, y a Ivania Zayas, cuyo recuerdo pobló esas canciones, arrancando incluso el llanto a algunos desconocidos sentados en el público.

“Pa’lante” llegó como un antídoto al dolor, una nota de optimismo rítmica, con la maestría de Tambores calientes en los barriles de bomba, Gilberto Alomar haciendo piruetas con la guitarra eléctrica, y el hermano Harold Hopkins Miranda sacándole filo al bajo. La pianista reía, bailaba, marcaba el ritmo con el pie, se despegaba de su asiento, y el piano de cola, estático, parecía moverse también.

Fueron esos lugares externos, la vuelta al patio de Corozal, la calle artística de Boston, la gira gitana por España, esas diversas herencias del mundo, encapsuladas en la tabla de la India, la caja flamenca y el yenyé de Jorge Luis Morales, los barriles de bomba y los metales, quienes contaron la historia de diversas culturas.

Y fue precisamente ese olor a vida, desde la alegría rítmica, el sonido rápido que ponía a bailar el cuerpo, hasta esos momentos de pausa, melancólicos, duros, con que embestía una nota de violonchelo de Osvaldo Ortiz frente al piano suspendido, quienes lograron incitar un viaje interno, que transitaba por el dolor, la pérdida, la ternura y las ganas de seguir hacia adelante. Mientras, el público aplaudía, reía, lagrimeaba hasta terminar de pie en una amplia ovación hacia el trabajo artístico.

La mística, que nació en aquella entrada al templo artístico, y se sostuvo durante más de una hora repleta de melodía, no logró romperse a la salida, al buscar el carro, enfrentar de nuevo el calor, el sonido de las bocinas, todo aquello que transportaba de vuelta a una realidad que a veces, entre la tensión y la rutina, le da la espalda a esa forma de crear magia desde la existencia artística.